¿Obra o persona? El eterno dilema del arte
Aranza
Agosto 2024
¿Podemos, si o no, separar al artista de su obra? En estas últimas semanas el tema ha vuelto a aparecer en las conversaciones casuales, foros de internet y peleas con extraños. Sin embargo, considero que falta un componente importante en ambos lados del debate para poder llegar a un lugar común.
La situación me ha llevado a recordar un artículo del 2017 de Clarie Dederer titulado “¿Qué hacemos con el arte de hombres monstruosos?” (What Do We Do with the Art of Monstrous Men?). En este escrito, la autora abordaba este problema desde varios puntos de vista, en mi opinión, dando algunos a favor y otros en contra.
La idea de separar al artista de su obra va atada a una visión moral del arte, en donde una persona ha hecho algo que a ojos actuales vemos como deleznable y nos obliga a mirar al artista con cejas levantadas. Ellos se convierten en una contradicción andante, dañando gente a su paso, pero alzando monumentos de la sensibilidad en el mismo camino. Las opiniones se dividen rápidamente en dos bandos: aquellos que creen que la obra es demasiado buena como para ser juzgada por acciones en sus vidas personales, y otros que piensan que no es posible pasar por alto la nueva información y ser insensibles al dolor de las víctimas.
Sin embargo, debajo de estos puntos de vista, pareciera que uno de ellos es lo que en realidad nos mueve como audiencia y consumidores: el placer. ¿Qué podemos hacer cuando la obra de una mala persona nos ha conmovido tanto que pareciera personal? Si la obra nos es tan íntima, no podemos evitar crear lazos con el artista, sentirnos amigos cercanos, ¿si no de qué otra manera nos podría entender tan bien? Pero ¿qué dice esto de nosotros, de nuestros gustos? Y la pregunta más importante: ¿soy mala persona por disfrutar de la obra?
Una respuesta sería sacar a la pieza de arte de su contexto y creador, aunque esto nos mete en otra clase de problemas. Si pensamos que la obra y quien la hizo no tienen conexión alguna, entonces no deberíamos pensar en la vida de Ana Frank cuando leemos su diario ni en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, pues en teoría no tendrían importancia. O no deberíamos tomar en cuenta quién era Hitler cuando vemos sus pinturas, pues sus acciones no representan el valor artístico de su obra. No hay que ser un historiador del arte para saber que si se separan estos conceptos la obra queda mutilada, no podrá ser apreciada ni leída como un todo.
¿Qué es, entonces, lo que se trata de hacer con el argumento? Todo indica que regresamos a la idea del placer como una forma de justificar y defender la obra y el disfrute de esta. El artículo señala que cuando se tienen estas conversaciones solemos hablar sobre “¿qué deberíamos hacer?”, el deberíamos, hablándole a un grupo de personas, a la sociedad, a un nosotros, cuando todo apunta a que el verdadero signo de interrogación está en el yo. He ahí un punto doloroso. ¿Por qué los demás deciden lo que a mí me debería de gustar?
Y es que el arte nos ayuda a vernos y entendernos mejor como individuos. Cuando leemos un buen libro nos identificamos con los personajes y de una forma u otra vemos al autor de estas historias con el mismo cariño y admiración. Ellos nos representan, los autores, los cineastas, los músicos y los pintores nos entienden y nos maravillan con su talento. Es así como podemos entender las reacciones tan apasionadas de ambos lados de la conversación; unos defienden las obras que consideran personales e importantes, mientras otros se sienten traicionados por un amigo cercano.
Por tanto, el motivo de choque no es verdaderamente poner a la obra de arte en el espacio, volando, sin pasado, presente, futuro o creador, sino en la moral de cada uno de nosotros. Tú y yo. Está en nuestro compás interior decidir si ciertas acciones perjudiciales a los demás no nos son importantes, si algunas personas tienen un permiso especial para dañar y salir airosos o si, bajo nuestro puño y criterio, debería haber censuras y prohibiciones.
Por otro lado, no nos abanderemos de todas las causas que atraviesan a la humanidad, pues no solo sería una mentira hacerlo, sino también imposible. Entonces, podemos reflexionar sobre ¿por qué no hacer una excepción en consumir algo que me hace sentir bien? ¿Por qué pareciera que toda la sociedad tiene un hambre insaciable de cancelar lo que me gusta?
Cabría hacernos la pregunta de si en realidad lo que se defiende es a la obra y no al artista. Es así como ambas posturas tienen algo de razón en sus argumentaciones y cuyo punto en común es que no es justo; no es justo que las acciones de una persona entren en las vidas de la gente y que quienes deban justificarse en su fuero interno no sean los culpables, sino el público.
Algo bueno que podemos sacar de esta situación es quitarle el velo de virtud a los artistas y descubrirlos tal cual son: personas. Queda en cada uno de nosotros decir hasta qué punto disfrutar de sus producciones, pero, en general, es un gran paso adelante el conceptualizarnos como seres imperfectos cuyas obras están al servicio de una audiencia que quiera consumirlos y no al revés.